Entre jadeos de una multitud mezquina de empatía, salta en escena un toro bravo con un final que escribirá en sangre. Provistos de lanzas los animales, que no el bovino, atraviesan de forma incansable el cuerpo del toro, espolvoreando el hedor de unos asesinos orgullosos de serlo. Una pelea desigual, en la que el ensañamiento da muestras de la cobardía de quienes asestan, miran con morbo y ordenan tales festejos. La alegría con la que se acoge el golpe mortal es proporcional a la suciedad que albergan sus conciencias, desprovistas de cualquier mínima ética. Mutilado y convertido en carroña, lo arrastran manchando el nombre del arte, de quienes por alguna razón no han podido evolucionar y tampoco se espera que lo hagan.
El hecho de que el toro de lidia tenga un organismo que inhibe los receptores del dolor en proporciones más altas que otros animales, no significa que no sienta amenaza y sufra el miedo de estar acorralado. Los niveles de estrés se disparan cuando se tortura al animal en lo físico y, más olvidado aún, lo psíquico. Hablamos de un animal que por naturaleza es gregario, es decir, vive en manada, con el objetivo de protegerse ante el peligro. Una vez aislado, el temor y el desconcierto crean una indefensión a la que tiene que hacer frente, más si cabe cuando otra especie clama su muerte en un festejo.
Al ser humano sólo le faltaba el aporte de conciencia para sacar a relucir y expandir su estupidez. Entre las premisas de los defensores de la tauromaquia se encuentra la posible extinción del toro. Su existencia depende de su tortura, un acto al parecer "altruista" e hipócrita si contamos la escasa o nula actividad de protección para otras especies en peligro de extinción como el atún rojo. Además, al acabar la barbarie un par de furgonetas esperan el desguace del toro para su posterior venta e ingesta, lo que contradice totalmente su utilidad única para un espectáculo en peligro de abolición ciudadana.
El último festejo en España, el del Toro de la Vega, donde el toro fue apodado como "Elegido", ha levantado un gran debate entre defensores y detractores. Los dos partidos que hasta ahora han gobernado, no se han pronunciado abiertamente en contra de perpetuar estos asesinatos que, de estar penados, serían con agravante. El descontento popular ha crecido exponencialmente en el país en las dos últimas décadas, viéndose muy incrementando el número de asociaciones que luchan por salvaguardar los derechos de los animales y que encuentran su difusión en las redes sociales.
Las cantidades de dinero destinadas a estos festejos, en un país donde 1 de cada 5 familias vive por debajo del umbral de la pobreza, son insultantes. Cada año se destinan 564 millones de euros (según datos de antitauromaquia.es) a un mal cultural que es repudiado en muchos países de Europa y poco entendido en otros tantos.
La caducidad llega cuando algo ha quedado obsoleto, y no parece que el cambio tarde demasiado en venir según la mayoría de encuestas de los periódicos más mediáticos del país, quienes dan paso a una era antitaurina.
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